Para Peligro
Carta de Julio Cortázar a Alejandra Pizarnik, 24 de junio de 1966
Hace dos días ocurrió aquí en Saigón una cosa nimia y horrible a la vez. Aurora oyó un gran golpe en el cristal de la ventana que mira hacia los valles, y me llamó asustada. Yo comprendí enseguida lo sucedido, aunque jamás había sucedido antes; fue una especie de conocimiento previo al conocimiento. “Es un pájaro”, le dije, y me bastó asomarme para verlo muerto en el césped. Era uno de esos pajaritos muy hermosos que hay por aquí y que llaman grives. Cuando lo levanté, caliente y sin la menor huella del golpe, con los ojos abiertos y todavía una apariencia de respiración (luego vi que era la brisa que levantaba un poco el plumón del buche) sentí que de alguna manera la muerte no estaba allí presente como hubiera podido estarlo, en su forma más abominable, si ese pájaro hubiera sido atrapado por un gato o por una perdigonada que lo hubiese desangrado lentamente. Pensé en lo sucedido: un pájaro que vuela con toda su juventud y su fuerza, que se estrella contra un cristal que no ha sospechado (sin duda algún reflejo en el interior de la casa le hizo suponer que podía seguir adelante) y que muere instantáneamente, fulminado por el golpe. Pero eso, no saber y no sentir, pasar del todo a la nada sin saberlo ni sentirlo, ¿puede ser la muerte? Para los testigos sí, pero no para el pájaro, ni tampoco para un hombre al que se le cae encima un muro. Ahí está todo: darse cuenta y sufrir, o estar enfermo y sufrir, o ser condenado a muerte y esperar, es decir, sufrir. Yo, que me he pasado la vida atado a la ilusión de vencer a la muerte, de que los hombres lleguen alguna vez a derrotarla del todo (y no por vías escatológicas, que no es sino una aparente solución) me di cuenta en ese momento, mientras el pájaro empezaba a enfriarse en mi mano, que si llegáramos a acercarnos a la muerte cada vez más, a adherirnos a ella privándola de sus armas favoritas, el tiempo y el dolor, el conocimiento y el dolor, acabaríamos por vencerla. ¿Qué le queda a la muerte si no se hace presente en el que muere… antes? Quizá sea esa destrucción previa la que acaba con nosotros , nos priva de las armas que nos hubieran permitido pasar de un estado a otro, de un plano a otro, sin perder lo mejor de nosotros mismos. Aquí el Vedanta ha visto más hondo que nadie, al destruir la noción de la “identidad individual”, que engendra el dolor, el tiempo, la muerte misma, definida por el diccionario. Si lográramos privar a la muerte de lo que nosotros mismos le hemos dado siempre, si la redujéramos a ese golpe instantáneo contra un cristal, yo creo que ya no habría cristal ni golpe salvo para los espectadores externos, y que nuestra esencia se mantendría inalterable al franquear la destrucción del cuerpo.
Ignacio Solares, Imagen de Julio Cortázar, UNAM, México, 2002.
nada de chicos ostra, ni puñes reprimidos, ni club oficial de bateados... Ahora intento ser escéptica y solo confiar en el arte de ciertos escritores y algunos músicos, intentar no dejarme llevar por sentimientos prostituidos que han sublimado el dolor; quizás no fluir en conceptos elaborados... tal vez funcione volvernos escépticos para dejar de sufrir, aunque no creo que deje de gustarme John Lennon, ni creo que la melancolia que en ocasiones es insoportable se vaya y sobre todo porque abandonarme al escépticismo sería como entregarme a la Gran Costumbre... Y es en estos momentos cuando el dramaturgo se cuestiona: ¿Por qué maldita sea me gusta sufrir? y el personaje de su obra mediocre le contesta desde la última línea de la hoja: Pero si bien que te gusta, así que deja de quejarte.
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